Queridos lectores, voy a dedicar unas cuantas entradas a hablar sobre gente hipócrita que he conocido. Ya sabéis sobre mi política de no usar nombres, y como siempre digo, si alguien se da por aludido, por algo será.
La hipocresía, según la tan apreciada Wikipedia, es “el deseo de esconder de los demás motivos
reales o sentimientos. La hipocresía no es simplemente la inconsistencia entre
aquello que se defiende y aquello que se hace; sino que también es la falsedad
que demuestra una persona. Es decir, una persona hipócrita es aquella que
pretende que se vea la grandeza y bondad que construye con apariencias sobre sí
misma, propagándose como ejemplo y pretendiendo o pidiendo que se actúe de la
misma forma, además de que se glorifique su accionar, aunque sus fines y logros
estén alejados de la realidad”.
En esta primera parte de este grupo de entradas voy a
comentar un caso particular. Veréis, yo cuando acabé bachillerato, no entré en
la universidad por falta de nota, e hice un año sabático, en el que, además de conocerme a mí mismo,
busqué trabajo. En una ocasión, me llamaron de una agencia de comerciales
telefónicos para trabajar en lo que se llama “puerta fría”, es decir, el típico
pesado que pica para venderte un ADSL.
Fue a finales del año 2010, justo cuando la crisis pegaba con más fuerza y asolaba los bolsillos de los más vulnerables.
El primer día me dijeron que fuese de prueba. Se ve que
cobrabas a comisión según lo que vendías, así que era importante saber vender
bien. Realmente solo estuve un día ahí, así que imaginad cuál grata fue mí
impresión.
Empezamos en un par de bloques, y lo que más me llamó la
atención al principio fue que, el tipo que se suponía que me iba a enseñar, se
dedicaba a picar a los bloques, y a engañar diciendo que era el del gas para
que le dejasen entrar. No contento con eso, si no le abría algún piso y tenía
algo en el buzón que sobresalía, se lo cogía, lo abría, lo leía, y lo tiraba a
la basura. Impresionante. Recuerdo perfectamente como cogió una carta de un
buzón del piso que no le había abierto, de una agencia de cobro de moroso, la
abrió, la leyó, y la tiró a la basura.
Esa no fue mi primera impresión, porque realmente todo pasó
en Santa Coloma de Farners, y durante el viaje de ida me tuve de tragar la
desagradable halitosis de los dos personajes que se suponía, me iban a enseñar el
oficio, un gordo y el otro flaco. Magnífico. De chiste.
Además de parar cada par de horas para hacer un café y fumar
como locos, se pasaban todo el día comiendo tapas y hablando de sexo. Fue en
uno de esos momentos en los que entendí que mi vida debía servir para algo, y
no podía llegar a ser alguien como esos seres nunca jamás.
“Un poco creído te lo
tienes. Esa gente solo trabajaba de lo que podía…”.
Vistas las credenciales de mi sensei de la puerta fría, el
siguiente paso era enseñarme como vendía algo a alguien. Quien mejor para ser
engañado, que una amable señora que se sentía sola y quería alguien para
hablar. Sí, amigos, le vendió un ADSL a una octogenaria. Bravo.
En ese momento, algún cable se me cruzó. Una vez ya le había
endosado el cachivache a la pobre anciana, mi amable profesor se quiso tomar un
descansito para tomarse una cerveza con olivas. Fue en ese momento que le solté
un disparo en la sien en forma de pregunta.
“¿Te sientes realizado vendiendo ADSLs a ancianos que no lo
van a usar nunca?” fue mi pregunta. La recuerdo perfectamente y también la cara
de sorpresa del rollizo usurero. Él, al no esperarse una pregunta de tal
calibre, me respondió con un “bueno, igual con eso la viene a visitar más su
nieto y así tiene wifi”. Bravo. Además lo dijo entre risas similares al gruñido de un puerco. Brillante respuesta, don boliche.
Pero no me contenté con esa pregunta. Quise ir más allá. “Yo
no podría dedicarme a algo que se basa en engañar a gente para cobrar más a
final de mes”. Bam. Zambombazo a mi querido mentor. Me respondió “si no eres
capaz de dejar la ética a un lado, mejor no te dediques a esto, pero algunos no nos dedicamos por placer, sino por necesidad, y no creo que tengas demasiadas opciones de encontrar faena hoy en día”.
Después de eso me tocó aguantar un par más de cervezas y
cigarros de mis amables profesores, y el viaje de vuelta a Girona con su
halitosis acrecentada. Nunca más supe de la faena, ni tampoco lo quise. A
partir de ese día y durante los siguientes 4 años, estuve sin trabajo, y al año
siguiente, empecé la carrera de enfermería. Y todo con una promesa que me hice
aquel día, jamás cobraría un sueldo de un oficio que me obligase a poner mis
principios morales de lado.
Supongo que en la vida de toda persona hay un punto en el
que comprendemos la importancia de la moral y la ética, y hemos de decidir si
queremos mantener nuestros principios ante todo, o estos también tienen un
precio.