jueves, 2 de marzo de 2017

La gente hipócrita (parte I)


Queridos lectores, voy a dedicar unas cuantas entradas a hablar sobre gente hipócrita que he conocido. Ya sabéis sobre mi política de no usar nombres, y como siempre digo, si alguien se da por aludido, por algo será.

La hipocresía, según la tan apreciada Wikipedia, es “el deseo de esconder de los demás motivos reales o sentimientos. La hipocresía no es simplemente la inconsistencia entre aquello que se defiende y aquello que se hace; sino que también es la falsedad que demuestra una persona. Es decir, una persona hipócrita es aquella que pretende que se vea la grandeza y bondad que construye con apariencias sobre sí misma, propagándose como ejemplo y pretendiendo o pidiendo que se actúe de la misma forma, además de que se glorifique su accionar, aunque sus fines y logros estén alejados de la realidad”.


En esta primera parte de este grupo de entradas voy a comentar un caso particular. Veréis, yo cuando acabé bachillerato, no entré en la universidad por falta de nota, e hice un año sabático, en el que, además de conocerme a mí mismo, busqué trabajo. En una ocasión, me llamaron de una agencia de comerciales telefónicos para trabajar en lo que se llama “puerta fría”, es decir, el típico pesado que pica para venderte un ADSL. 

Fue a finales del año 2010, justo cuando la crisis pegaba con más fuerza y asolaba los bolsillos de los más vulnerables. 


El primer día me dijeron que fuese de prueba. Se ve que cobrabas a comisión según lo que vendías, así que era importante saber vender bien. Realmente solo estuve un día ahí, así que imaginad cuál grata fue mí impresión. 


Empezamos en un par de bloques, y lo que más me llamó la atención al principio fue que, el tipo que se suponía que me iba a enseñar, se dedicaba a picar a los bloques, y a engañar diciendo que era el del gas para que le dejasen entrar. No contento con eso, si no le abría algún piso y tenía algo en el buzón que sobresalía, se lo cogía, lo abría, lo leía, y lo tiraba a la basura. Impresionante. Recuerdo perfectamente como cogió una carta de un buzón del piso que no le había abierto, de una agencia de cobro de moroso, la abrió, la leyó, y la tiró a la basura. 


Esa no fue mi primera impresión, porque realmente todo pasó en Santa Coloma de Farners, y durante el viaje de ida me tuve de tragar la desagradable halitosis de los dos personajes que se suponía, me iban a enseñar el oficio, un gordo y el otro flaco. Magnífico. De chiste.
Tal cual algo más vestido y sin exagerar. 


Además de parar cada par de horas para hacer un café y fumar como locos, se pasaban todo el día comiendo tapas y hablando de sexo. Fue en uno de esos momentos en los que entendí que mi vida debía servir para algo, y no podía llegar a ser alguien como esos seres nunca jamás.

“Un poco creído te lo tienes. Esa gente solo trabajaba de lo que podía…”.


Vistas las credenciales de mi sensei de la puerta fría, el siguiente paso era enseñarme como vendía algo a alguien. Quien mejor para ser engañado, que una amable señora que se sentía sola y quería alguien para hablar. Sí, amigos, le vendió un ADSL a una octogenaria. Bravo.


En ese momento, algún cable se me cruzó. Una vez ya le había endosado el cachivache a la pobre anciana, mi amable profesor se quiso tomar un descansito para tomarse una cerveza con olivas. Fue en ese momento que le solté un disparo en la sien en forma de pregunta.


“¿Te sientes realizado vendiendo ADSLs a ancianos que no lo van a usar nunca?” fue mi pregunta. La recuerdo perfectamente y también la cara de sorpresa del rollizo usurero. Él, al no esperarse una pregunta de tal calibre, me respondió con un “bueno, igual con eso la viene a visitar más su nieto y así tiene wifi”. Bravo. Además lo dijo entre risas similares al gruñido de un puerco. Brillante respuesta, don boliche. 


Pero no me contenté con esa pregunta. Quise ir más allá. “Yo no podría dedicarme a algo que se basa en engañar a gente para cobrar más a final de mes”. Bam. Zambombazo a mi querido mentor. Me respondió “si no eres capaz de dejar la ética a un lado, mejor no te dediques a esto, pero algunos no nos dedicamos por placer, sino por necesidad, y no creo que tengas demasiadas opciones de encontrar faena hoy en día”. 


Después de eso me tocó aguantar un par más de cervezas y cigarros de mis amables profesores, y el viaje de vuelta a Girona con su halitosis acrecentada. Nunca más supe de la faena, ni tampoco lo quise. A partir de ese día y durante los siguientes 4 años, estuve sin trabajo, y al año siguiente, empecé la carrera de enfermería. Y todo con una promesa que me hice aquel día, jamás cobraría un sueldo de un oficio que me obligase a poner mis principios morales de lado.



Supongo que en la vida de toda persona hay un punto en el que comprendemos la importancia de la moral y la ética, y hemos de decidir si queremos mantener nuestros principios ante todo, o estos también tienen un precio.