jueves, 20 de julio de 2017

¿Cuándo ceder y cuándo no?

Bajo este extraño y ambiguo título se oculta una realidad, y es que, en muchas ocasiones, todos y cada uno de nosotros, nos vemos obligados a ceder en algo de lo que estamos en contra, de igual modo que esperamos que los otros cedan cuando creemos que tenemos la razón razonable, y puede que no sea así.

Tengamos o no la razón, la realidad es que el hecho de ceder o no hacerlo, implica varias cosas. No solo puede agilizar el acabar una discusión, cosa que es bastante obvia (como el que firma un armisticio después de verse inmerso en una guerra demasiado larga), sino que también implica ceder algo de nuestra autoestima, algo de nosotros, de nuestro yo que confía en nosotros. Y eso duele, porque el orgullo se encuentra en todo ser humano, sea más o menos presente, pero en todos está, y a todos nos duele, en mayor o menor medida, ceder en según qué temas.

Aún y con esas, es importante ser conocedor del momento exacto cuándo debemos ceder en una discusión, de igual modo que en una guerra hay que saber percibir cuando, un acuerdo de tregua es mejor solución que continuar con la batalla, gane quien gane, e incluso cuando creemos que vamos a ganar nosotros, pero el número de bajas es demasiado grande.

El otro día pensaba que, si en una discusión, uno cede, está permitiendo al otro lado llevar a cabo su idea, pese a que puede que sea una locura, y a veces es hasta conveniente.

Pongamos un ejemplo, que se entenderá mejor.

“Procura que no sea bélico, que siempre estás hablando de guerras en tu blog y ya se ha quejado la Asociación de Padres Lectores de Blogs”.

Tenemos un hijo. Usted, yo seré un ser omnipresente en esta escena que se desarrollará en su cabecita, entre conexión sináptica y conexión sináptica.

Como decía, tenemos un hijo, y nuestro hijo quiere ir en bici, a lo que nosotros, encantados de que haga deporte, le decimos que sí, que la coja y se vaya a hacer unas vueltas al parque, siempre y cuando se ponga el casco, las rodilleras y las coderas. Él insiste que no, que eso es muy de pringado (ciertamente es muy de pringado, pero nosotros sabemos que es por su seguridad). Así pues, nos enzarzamos en una discusión que dura lo suficiente para cansarnos nosotros. Él no, porque es un niño y todos sabemos que los niños son expertos en discutir por chorradas. De este modo, cedemos, y le soltamos un “haz lo que te dé la gana, luego no me vengas llorando” (yo como padre sería muy coloquial, pero a mí que me llamen “señor padre” o algo arcaico, que mola).

El caso es que nuestro hijo sale con la bici, y en la primera esquina, con piedras y asfalto, se pega un guarrazo del copón. No le ha dado tiempo ni a cruzar la calle, que ya vuelve a casa entre sollozos, y con las rodillas y los codos ensangrentados, despellejados y sucios de mugre callejera. Yo, ser omnipresente, le atizaría una buena colleja, pero como usted es un padre ejemplar, no solo le limpiará las heridas y se las curará con la povidona yodada correspondiente, sino que también le dirá aquello de “¿lo ves? Con rodilleras y coderas, esto no hubiese pasado. ¿Y si hubiese sido un coche?”.

Perfecto, ha conseguido que el niño tenga un trauma con las bicis, y desarrolle una agorafobia de mayor, pero bueno, eso no es importante en esta entrada de blog. Lo importante es que usted cedió, y ahora la historia (que este ser omnipresente se ha inventado) le ha acabado dando la razón.

Ese es el punto clave. Hay que ceder cuando, sabemos al 100% que tenemos razón, y cuando las consecuencias de ceder no tienen por qué ser graves. Para el resto de veces en las que realmente, insistir no es una opción, hay que ser perseverantes y nunca dejar caer aquello en lo que creemos realmente.
Una entrada de blog sin fotos de Hitler, no es entrada de blog.
Esta premisa se puede aplicar en absolutamente toda discusión o controversia que encontremos en nuestra interacción con otros humanos. Tome usted nota.