Hoy os voy a enseñar algo
que para mí es muy importante. Nada más y nada menos que las primeras líneas
del libro que llevo escribiendo desde hace unos meses. Estas líneas son simples
y de hecho no explican prácticamente nada de la historia en sí, pero creo que
son ilustrativas del tipo de texto que me llevo entre manos.
Sin más dilación, os dejo
con él, no sin antes pedir que me dejéis vuestra más sincera opinión. Gracias.
“Las tuyas”.
(Aún no tiene título)
"Esta historia empieza donde el resto de historias acaban.
Esta es la historia de alguien normal y corriente a quien le hubiese gustado
vivir tranquilo y de forma pacífica, mas la vida a en ocasiones nos regala
aventuras pese a no desearlas, y como dice el refrán “a caballo regalado, no le mires el dentado”. Empecemos por
algo sencillo, apreciado o apreciada lector o lectora. Hagamos un pacto. Un
trueque entre usted, que lee, y yo que escribo. Quisiera que si le gusta la
historia aquí escrita, aprenda algo de ella. No le pido que la difunda ni que
la recomiende (a no ser que le gustase en demasía, en tal caso, obviamente no
le barraré el paso). Simplemente quiero que aprenda algo de ella, pues nada me
haría más feliz que enseñar algo a alguien que no conozco en persona. Creo que
eso sin duda sería lo mejor que usted me podría ofrecer. A cambio, yo prometo
explicarle una historia jamás contada, fruto de mi aburrimiento y mi locura,
mezcladas a partes iguales en un cazo cuya temperatura de ebullición se consiguió
hace años. No estoy loco. Los locos son aquellos que viven influidos por unos
parámetros ficticios a los que llaman cultura,
y cuyas reglas banales se compaginan de forma clara con la vida y la muerte del
individuo. Pero dejémonos de verborrea sin sentido y vayamos a la historia que
seguramente usted debe estar deseándolo.
Toda buena historia que se precie empieza en un lugar
tranquilo, donde el protagonista se halla en reposo hasta que un violento
cambio de trama le obliga a demostrar sus capacidades ante los cambios que
suceden en su vida. Pues bien. Esta historia, nuestra historia, empieza en una
ciudad muy transitada por coches de muchos colores y tamaños, motos con 2 o 3
ruedas, y autobuses de todo tipo de longitudes. La típica urbe en la que todo
funciona según lo calculado, cuyo asfalto es frío en invierno y ardiente en
verano, cuyas plantas se vuelven agresivamente lascivas en primavera, e
intoxican a los alérgicos, y cuya atmosfera exilió a los pájaros más sensibles
hace décadas. Esa es la urbe en la que iniciamos la historia que nos atañe,
apreciado lector. Llueve, llueve muchísimo. Las carreteras están llenas de
agua. Las alcantarillas no dan abasto para absorber toda esa cantidad de fluidos.
Además, el otoño ha hecho que los pocos árboles de nuestra urbe, hayan perdido
las hojas, y estas han bloqueado las alcantarillas generando un atasco en las
ya de por sí maltrechas cloacas, que se han colapsado. El pavimento es una
piscina y los coches que circulan, lo hacen como en su día hizo Moisés al
separar las aguas del Mar Rojo. Agua, agua y más agua. Así es imposible
circular si eres peatón, a no ser que lleves contigo un buen par de botas que
te alcancen las rodillas y, junto a ellas, un chubasquero que te proteja de las
inclemencias del tiempo. Agua, agua y más agua. Algún inocente perdido en el
desierto oró en la dirección equivocada y en lugar de llover ahí, llovió en
donde el agua ya era una moda. Las farolas de las calles que aún aguantan,
chispean luces inconexas como si en algún punto de sus circuitos, alguien
hubiese extirpado el cable equivocado y en ellas se fuera a detonar una bomba.
Los polluelos que vivían encima de más de una farola, han muerto ya abnegados
por semejante turba del líquido de la vida, el mismo disolvente en el que hace
miles de millones de años, las primeras proteínas formaron la vida según
algunas teorías. El agua de la vida, y el agua de la muerte. Y de esa muerte,
vuelve a resurgir la vida para morir y renacer.
En medio de la calle, un grupo de jóvenes embriagados por
su edad, andan sin protección alguna, con sus ropajes pegados al cuerpo y
mojados hasta el tuétano, pero felices y vivos como nadie en esa ciudad.
Ciertamente, andar bajo la lluvia sin protegerse le confiere a uno de la capacidad
de sentirse libre de todo juicio moral. Sabes que aparentas ser un loco, pero
da igual. Estás vivo. Los muertos no sienten la humedad de la lluvia, igual que
tampoco la siente alguien con botas, chubasquero y paraguas. Eres un homínido y
te sientes como tal, en una ciudad que ha evolucionado muchísimo, en un asfalto
realizado con fósiles de seres prehistóricos, y rodeado de coches cuya pieza
más natural es la piel de los zapatos del que lo conduce. Nos preguntamos
constantemente si somos libres, y puede que la ley nos ampare para serlo, pero
jamás lo seremos tanto como alguien que pasea bajo la lluvia, sin miedo a
mojarse. "